sábado, 29 de junio de 2019

VERGELES


LOS VERGELES BEJARANOS

Dice Óscar Rivadeneyra Prieto en su artículo “Cuatro Vergeles en el Béjar del siglo XVI”, publicado en el blog de Carmen Cascón Matas, Pinceladas de Historia Bejarana (https://ccasconm.blogspot.com/) el día 29 de Junio de 2019, que los corrales o huertos anexos a las casas de Béjar, sobre todo los que estaban construidos hacia la solana, fueron más generosos en su evolución hacia el vergel o jardín.
         No conozco esta evolución a lo largo de los años y de los siglos, primero, porque no estaba allí (esto me recuerda cuando preguntamos a alguien sobre alguna montaña y nos contestan que siempre la han conocido así) y, segundo, porque no soy investigador (no tengo paciencia y me duermo leyendo legajos).
         Pero sí conozco algo del ambiente y la vida que estos jardines tenían en la época que discurre desde nuestra infancia hasta nuestra juventud.
Nunca los hemos llamado vergeles. Esta palabra la dedicábamos al Paraiso Terrenal y a los oasis del Desierto de las películas. Es verdad que se incluían en las novelas cursis y, claro, en los documentos y legajos que le gusta leer a Óscar y compañeros/as eruditos y a los que difícilmente accedemos el resto de los mortales.


 Un vergel conocido: La Cueva de Navamuño, Paraíso Terrenal.

Blog Los Abdones del Jueves, 27 de Noviembre de 2014: Descubrimiento.

         Casi todas las casas del lado norte de la calle Mayor de Béjar, tienen balcones y galerías que dan a estos jardines. Desde los pisos más altos se podía observar lo que se hacía en cada uno de ellos, a modo de espionaje vecinal. No en todos, claro, solamente en los más cercanos y siempre que la vegetación te lo permitiera. Para tener perspectivas más amplias, había que trasladarse de casa en casa buscando las que tuvieran una apertura de panorama suficientemente amplio y que el resultado de la observación, que no cotilleo, mereciera la pena.
         Estas observaciones, sin quererlo expresamente, estaban divididas por especialidades.
         Estaban los Arborícolas. No es que vivieran en los árboles, que también como explicaré más tarde, sino que su obsesión era determinar qué jardín tenía el pino más alto. En el término “pino” entraban los pinos, los abetos, los cipreses, las sequoias y todos los árboles de este tipo, altos, picudos y de hoja perenne.
 



Balcones y galerías de Béjar con vistas a los vergeles y sus pinos.
Ya se notan, abajo y a la izquierda, los efectos del boom de la construcción.
Óleo de Óscar Rivadeneyra.

         Debió ser en el siglo XIX que, a muchos propietarios de estos jardines, les dio por sembrar estos tipos de árboles y, a mediados del siglo XX se habían convertido en unos pequeños gigantes que rivalizaban en altura y corpulencia y que marcaban la propiedad del jardín, incluso desde la lejanía (la carretera de la Estación o la subida al Castañar eran unos puntos clave para localizarlos). Todavía no me explico cómo algunos eran capaces de afirmar categóricamente, desde la distancia, cuál de ellos era el más alto. A ver quién les quitaba la razón sin poder utilizar un metro. Entonces no sabíamos lo que era un taquímetro, pero nos hubiera dado lo mismo, porque ni lo teníamos ni lo sabíamos utilizar.
         A veces se subían los gatos hasta casi hasta la copa, en busca de pájaros o a por lo que fuera, y, a algunos, los más jóvenes, les daba miedo bajar. Les “ayudábamos” con la escopeta de balines tirándoles al rabo y “perdían el miedo rápidamente”. Eran otras épocas.
         Con el boom de la construcción se los cepillaron a todos para hacer bloques de viviendas.
         Había otros tipos de árboles, castaños de indias, magnolios, acacias y, en algunos casos, árboles frutales.
         Los que más me han llamado siempre la atención, son los castaños de indias. Llegan a tener una corpulencia tremenda, con un desarrollo extraordinario. Y son muy fáciles de “gatear” y de subir por las ramas. Llegábamos a “adquirir propiedad” de nuestra rama-oficina, señalada con inscripciones rotuladas con las navajas que, en esa época, llevábamos todos los niños en el bolsillo. Yo tenía un dilema, y es que no llegaba a gustarme el nombre que quería poner a mi rama. Si quería llamarla Oficina Gómez-Rodulfo S.A., la abreviatura me salía: OGOROSA (me recordaba a los que no pronuncia la R). Si abreviaba y elegía Gómez-Rodulfo: GORRO. Tampoco me convencía. No he resuelto el problema todavía.
         Pero es que estos castaños daban unas castañas que utilizábamos para todo: De pequeños, como vacas, para conducirlas en rebaños y meterlas en las cuadras, como en las películas del Oeste. Más mayores, las utilizábamos como moneda para nuestras transacciones comerciales. Como no queríamos pasar penalidades, procurábamos hacer un buen capital llenándonos los bolsillos de “monedas”, con gran disgusto de nuestras madres, que veían cómo se nos reventaban los bolsillos “sin que supiéramos cómo había sido”.
 



Castaño de indias florecido y su fruto: las vacas.

         Pero la utilización más divertida, ya más mayorcitos, era para las peleas. Eran lo suficientemente duras para que cogieran velocidad, pero no tenían la aspereza de las piedras, ni a la hora de tirarlas ni a la de recibirlas. Aunque, al final siempre alguno salía quejándose, no llegaba la sangre al río.
         Toda la vida he querido enseñarles a mis hijos y ahora a mis nietos, la “utilidad” de estos frutos que sigo cogiendo en la época de cosecha. Pero creo que no he tenido mucho éxito, porque, aunque las han mirado con curiosidad, ninguno las ha valorado tanto como yo en su día. Y, desde luego, si veo a alguno tirándole una castaña a su hermano o primo, se hubiera enterado. Es la ventaja que teníamos en los pueblos (ciudades pequeñas, perdón), que desde pequeñitos andábamos con los amigos por la calle y de casa en casa sin que nadie nos preguntara a dónde íbamos ni qué hacíamos.
         La verdad, es que nos portábamos bien, en general, aunque hiciéramos cosas que, ahora, si se las vemos hacer a nuestros hijos o nietos, nos temblarían las piernas. Era la ventaja de no estar todo el día encima de nosotros y, afortunadamente, no tuvimos casi descalabros.
         Aunque no viene a cuento, me voy a referir a lo de las navajas que usábamos a diario para la merienda o para cortar y afilar palos. No recuerdo en todos los años de mi niñez-juventud ninguna riña en la calle o en el colegio, en la que se haya sacado una navaja. Y todos la teníamos, pero no entraba en nuestra mente otra utilización que no fuera la doméstica. Eran otros tiempos.









Distintos tipos de navajas de bolsillo.

         Otro árbol que utilizábamos mucho, era la acacia. Parece ser que ahora no está clasificada como planta urbana porque tiene espinas es sus ramas, pero antes, casi todas las calles tenían alguna y, los jardines, también. Nos pinchábamos con frecuencia, pero era un riesgo asumido.
         En primavera, nos comíamos las flores que, con su sabor dulzón, sustituía a las golosinas que nos comprábamos solo los domingos, cuando nuestros padres nos daban una peseta y nos la gastábamos en el puesto de la señora Dominica. Por una perra chica (cinco céntimos) nos daba dos o tres confites. Por una perra gorda (diez céntimos), algún regaliz o una bola grande de anís y, por un real (veinticinco céntimos) un cigarro de anís o, más adelante, un Bubi.
         En verano, jugábamos con las hojas a “gallo, gallina o pollo” y, según las que te quedaran en la mano y a criterio de cada uno, era una cosa o la otra, y ganaba el que más tenía. Como había muchas acacias, no se notaba el descalabro.


 






Acacia, sus flores y sus hojas sobre ramas con pinchos.

         Otra especialidad de observador era el Festero. Por aquella época no se hacían muchas fiestas y, en estos jardines, menos, pero no faltaba, alguna vez, alguna Comunión, alguna matanza (esto hace mucho tiempo) o alguna reunión especial, generalmente de los mayores. Entonces solíamos buscar la forma de incorporarnos para “catar” las excelencias de los dulces, helados o cortezas de cerdo chamuscadas, según la ocasión.
         Luego había los piques. Desde alguno de estos jardines se podía insultar a alguien que no te cayera bien y que pisara un jardín vecino o la calle. Esto, ahora, le llamarían bullying, pero entonces era una actividad recíproca, porque también te insultaban otros a ti. Naturalmente, los padres que se quejaban, eran los de los últimos de la fila.
         Ya, más mayorcitos, estos vergeles servían para organizar guateques. A veces, hasta poníamos luces indirectas para que pareciera más romántico. Llevábamos el tocadiscos de casa y cada uno aportaba los discos que tenía. Procurábamos hacer siempre sangría, que en verano era lo que más apetecía y, para que se animaran las chicas, le poníamos bien de ginebra. Naturalmente ninguna tomaba ni una gota. Solamente el olor las echaba para atrás y se iban a las Mirindas, de naranja o de limón. Entonces teníamos que “sacrificarnos” y tomarnos nosotros toda la sangría. Eran otros tiempos.







Disco guatequero y tocadiscos portátil.

         En ocasiones, algunos jardines se poblaban de niños jugando a ensuciarse con la tierra, al cuidado de doncellas y doncellitas y los balcones se convertían en miradores desde los que se espiaban los más mínimos movimientos. “¡Niño, deja ya de joder con la pelota!”.